03 julio, 2018

Atheleia, Mnemosyne y la muerte del verduamigo

El hombre y el candil, 
titubeantes pero resueltos, 
irrumpieron en la quietud de la torre, 
tomados de la mano, escalaron hasta el ápice 
hasta tropezarse con el baúl.
Soberano envuelto en millones de mantos plomizos,
reinaba en silencio en el lúgubre ático.


Crujieron sus certezas bajo sus pasos
estremecióse Atheleia en su lecho.
Cerró los ojos, la invocó en su mente.
"Mnemosyne, Mnemosyne".

La ira bostezó, se desesperezó ante el llamado.

Cenicienta materia, inmisericorde, 
acudió con voraz apetito, 
tentáculos de humo confundieron las dimensiones.

El hombre ya no era hombre.
Era. Pero en otra era. En otra tierra.

Y así, sin darse cuenta, un niño flacucho
sintió una presión creciente en sus puños, 
bajo la mediocre luz de un sol de otoño.
Latidos desbocados encendieron sus ojos.
La furia se le trepó del estómago al pecho,
y luego pasó al cuello, 
le tironeó las cejas,
y las sienes latieron al compás de las burlas

Por un instante, se desconectó su mente. 

El niño ya no vio al amigo ni a la media docena 
de niños de niebla, que sorprendidos,
abrieron la rueda ahogando un grito.
Sólo quedaron ellos, los Pablos:
Agustín y Nicolás.
La advertencia de su diestra
se materializó en afrenta contundente.
Más le dolió la muerte del amigo que los nudillos.

Mira, Israel, cómo fuiste capaz
de hacerte respetar.

No alimentes fantasmas,
porque un día despertarás y ya no podrás reconocer
si tu alma se durmió y sólo quedó la Niebla.

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