Atardece una vez más
y resuena el alma, inquieta.
Casi 6 veranos escurrieron
desde aquel encuentro
en que el ángel fue ungido.
Lo inerte abandonó la mortaja
y asumió el desafío:
ser.
15 lunas hasta un diciembre nuevo,
aunque las cicatrices de las cadenas
laten a veces aún hoy.
Y entre ilusiones adolescentes
y camperas de cuerina negra
el alma se animó a vibrar.
Se deshojaron los prejuicios
y quedó sólo el hombre,
sólo, con su música.
La moneda perdió la cruz
y brilló una sola cara.
Varios nombres coquetearon
pero así como pasaron las lunas,
emigraron las plumas,
se achicaron las montañas
y enmudecieron los sordos,
aunque no todos.
Y contra todo pronóstico,
prevaleció el color de la criptonita,
la lasagna de verduras,
los teatros under...
Israel descubrió que ya no estaba solo:
el amor ahora vibraba, calmo, sincero.
Pero no confiaba en su ritmo sereno
parecía anhelar lo opuesto.
Masoquista, tropezó,
confundió el cielo y el suelo,
incluso olvidó quién era.
Se refugió detrás de un telón transparente
pero aún así se alimentaba de destellos.
Se marchitó en marzo
y fermentó hasta el segundo intento.
Y por fin,
floreció en enero.
Siempre noviembre,
llegó el camión a tiempo
cargaron todos sus sueños dentro
y apostaron a barrientos.
Hasta que las maldiciones del año bisiesto
alteraron los tiempos.
Las pestes bailaron al son
de eclipses y sombras con bocas tapadas
y hasta los astros perecieron.
Y en la distancia,
en la aparente soledad y el encierro
el alma cerró los ojos y sonrió,
estar
sereno.
Acunó al amor, suspiró y se durmió
y en su sueño, se hincharon las velas.
Aún cuando rechinen las estructuras
y los miedos resoplen, sedientos,
el puerto será el mismo:
Vale
Amar
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